José Parra Jiménez 2003. (relato de mi padre para disfrute de sus descendientes y a partir de ahora para disfrute universal)
Benito Lechuga -un bendito de Dios- era hijo natural de Fermina Lechuga, honrada y afanosa mujer que se ganaba l.a vida trabajando por horas en la limpieza de las casas de algunas familias acomodadas de la ciudad. Siendo Benito niño, para no dejarlo solo su madre Fermina lo levaba consigo a las casas a que asistía, y mientras aquélla se entregaba a la limpieza, el chiquillo permanecía embobado ante los ricos tresillos, alfombras, tapices, cornucopias, arañas y taraceadas consolas, y, especialmente, en la casa de la señora viuda de Rengijo, quedaba como en éxtasis ante un cuadro de severo marco que representaba a un viejo y melenudo señor, de tétrico semblante, con bigote y perilla formando una cruz de Santiago, que vestía un rico uniforme entorchado de académicas palmas sobre el que destacaban vistosa banda y rutilante condecoración. Ya en su casa, Benito, que era tímido y retraído, gustaba aislarse y esconderse, incluso debajo de las faldas de la mesa de camilla, soñando allí que era, ya un valeroso guerrero; bien un intrépido explorador amazónico; ora un torero aclamado por las multitudes, sea, en fin, un temerario astronauta avezado a recorrer los espacios siderales, todo según iba leyendo en coyotes, almanaques, tebeos y otra literatura semejante. Pero su desideratum era ser lo que había sido –y eso no lo sabía Benito- aquél viejo y melenudo señorón representado en el cuadro que tenía la señora viuda de Rengifo.
Benito Lechuga aprendió, con fruto las primeras letras y estando ya en edad de ponerse a trabajar, su madre Fermina, que no podía costearle una carrera, consiguió colocarlo de mancebo en la farmacia de Don Benjamín Ruibarbo, la más tradicional de la ciudad, algo venida a menos porque su titular, hombre chapado a la antigua, fue tardo en sustituir el jarabe de tolú y brea y la esencia de melisa por los modernos específicos farmacodinámicos, y se negaba a expedir anticonceptivos, preservativos y anaovulatorios, así como aquellas recetas magistrales en las que entrase como componente, bien el polvo de cantáridas, de supuestas virtudes afrodisíacas, ya el cornezuelo de centeno, por sus reconocidas propiedades abortivas. Yo tuve ocasión de conocer a Benito cuando frecuentaba la tertulia de la rebotica de Don Benjamín.
Cuando murió su madre, careciendo Benito de otros familiares conocidos, encontró acomodo en la modesta casa de huéspedes que en una calle suburbial regentaba Doña Generosa Buendía, viuda de un sargento de la Legión que murió de ataque de delirium tremens. Allí ocupaba Benito una reducida habitación de la planta alta que recibía la luz, de día, a través de un pequeño ventanuco, con reja de hierro remetida, que daba al musgoso tejado de la vecina casa; y de noche, por una melancólica bujía, sin pantalla ni tulipa, que pendía de un cable eléctrico ennegrecido por las moscas. Un, menguado catre de madera; una mesilla de noche, también de madera, con su hueco para el orinal de loza, y un pobre lavabo con palangana, cubo y jarro de barata porcelana desportillada completaban el ajuar del habitáculo, al que servía de único adorno, una vieja litografía, pendiente de una alcayata, que representaba a la casta hebrea Judit mostrando al pueblo de Israel la sangrante cabeza de Holofernes. Había, sí, también un viejo armario de luna, pero éste se lo reservaba Doña Generosa para sí; Benito guardaba se equipaje exiguo en una modesta maleta de madera que colocaba debajo de la cama. En consonancia con el habitáculo estaba la dieta que se suministraba en la pensión, pues Doña Generosa no lo era en cuanto a las raciones que servía a sus pupilos, harto parcas y frugales y siempre en cantidades homeopáticas.
Como final de su novenario, se celebraba la solemne procesión de la Patrona. Pasaba el desfile por la calle Real, vistosamente engalanada, en la que el voltear de las campanas, el bullicio de la muchedumbre, el detonar de los cohetes, la variedad de los cánticos marianos, ponían una nota sonora y colorista en el jocundo ambiente. Habíase levantado un arco de madera, revestido de plantas trepadoras, banderolas, grimpolas y gallardetes, con una inscripción a grandes letras que decía: «Bendita sea tu pureza», bajo el cual desfilaba la comitiva. En una de las aceras contemplaba Benito Lechuga el vistoso desfile, cuando sintió un súbito sobresalto, una vivísima emoción al ver aproximarse la presidencia del cortejo, encabezada por el Señor Alcalde Don Expedito Lumbreras, rodeado de las fuerzas vivas de la ciudad. Marchaba Don Expedito muy dueño de sí, con andares acompasados, batiendo rítmicamente el suelo con su bastón de mando, desabrochado el chaqué para que quedara bien a la vista el vistoso fajín morado que, como símbolo de su autoridad edilicia, circundaba el ecuador de su esférica cintura. El «Bendita sea tu pureza» de la inscripción del arco, lo consideró Benito alusivo a la del Señor Alcalde, y cuando observó el empaque, la solemnidad y prosopopeya con que pasaba bajo él la autoridad municipal, con el resto de la comitiva, sintió la revelación de su destino y el sentido de su vocación, como si una voz inapelable se la revelara. «Yo sé quien soy», pudo exclamar Benito;» como Don Quijote en memorable ocasión cervantina. Y tornó a su modesto habitáculo, en el que aquella noche soñaba que, vestido de chaqué y aclamado por la muchedumbre, rodeado de las fuerzas «Vivas de la población, pasaba bajo un arco que llevaba la inscripción «Bendita sea tu pureza». No tanto, no tanto, dijo Benito con singular modestia a sus acompañantes.
Pocos días después pudo encontrar Benito, en un establecimiento de ropas viejas, un vetusto y ajado chaqué que adquirió en aceptables condiciones y trasladó con todo sigilo a su residencia. Encerrado Benito en ella, gustaba de embutirse en la anacrónica prenda, mirándose y remirándose en la luna del armario, simulando andares procesionales, reverencias, genuflexiones y toda clase de melindres y jeribeques de los que, según imaginaba, se nutre el sutil entramado de los usos corteses de la alta sociedad.
Con tal adiestramiento ya pudo Benito entrar a participar en los más importantes fastos sociales de su ciudad. Se inició asistiendo en la soledad de su pobre alcoba, sin otro horizonte que la luna del armario, al acto de recibir las regeneradoras aguas del Jordán -según la relamida metáfora de un gacetillero- el robusto niño dado a luz por la esposa del Secretario del Ayuntamiento. El mismo gacetillero nos tranquilizaba Afirmando que -tanto la puérpera como el neófito gozaban de perfecto estado de salud-.
También asistió Benito, en su modesta clausura, al acto de recibir el pan de los Ángeles -según otra metáfora del mismo gacetillero- de dos encantadores hijos del Señor Tesorero de Hacienda, en el que fueron espléndidamente obsequiados todos los asistentes, menos Benito, con un esplendido desayuno.
Nuevamente se puso Benito el chaqué para asistir, en la soledad de su habitación, al acto en que contrajeron los indisolubles lazos del matrimonio –así dijo el gacetillero de referencia- la bella Pepita Monedero y el bizarro teniente de Infantería Marcial Guerra y Guerra, apadrinados por la madre del novio, Doña Valvanera Guerra, y el padre de la novia, nuestro particular amigo el acaudalado industrial Don Abundio Monedero. Bendijo la unión el Muy Ilustre Señor Don Exuperio Santa-Cruz, canónigo penitenciario de la Santa Iglesia Catedral, que pronunció sentida plática exaltado las excelencias del matrimonio cristiano, llamándolo “sacramentum magnum hoc”, y vituperando el matrimonio civil, que tildó de torpe concubinato. A seguidas, los invitados asistieron al banquete de bodas, celebrado en el afamado restaurante “La Trucha de Oro”, mediado el cual los comensales se vieron afectados por una grave intoxicación alimenticia que exigió la inmediata evacuación de todos ellos a los centros sanitarios, entre el ulular de las sirenas de las ambulancias y el sobresalto de toda la población. Sincrónicamente Benito Lechuga, en la soledad de su habitación, sintió unos dolorosísimos disturbios intestinales que dejaron sorprendida a su patrona Doña Generosa, que no comprendía que semejante cosa pudiera acaecer en su establecimiento, por lo curiosa que ella era en las tareas culinarias y lo sana, aunque frugal, comida que suministraba a sus pupilos.
Ya repuesto Benito de su trastorno, pudo concurrir desde su alcoba al acto de la imposición de sendas condecoraciones de la multitudinaria Orden de San Raimundo de Peñafort a los dos probos funcionarios de la Administración de Justicia que todavía carecían de ella, y al banquete que le siguió, organizado por la curia, a la hora de cuyos brindis Benito estuvo tentado de hacer uso de la palabra, desistiendo para evitar la alarma de Doña Generosa, harto soliviantada desde los pasados disturbios de su intestino.
Conviene que se diga que esa intensa vida social la desarrollaba Benito en días feriados, para no dejar desatendidas sus obligaciones como mancebo de la farmacia de Don Benjamín, de las cuales era muy celoso cumplidor.
Y se nos ocurre ahora preguntar: ¿qué sueños eran esos los de Benito? –Pués los sueños esos de Benito no eran sino la realidad de Benito, como la realidad de cada uno de nosotros son nuestros sueños. Ya enseñó Schopenhauer que el mundo es nuestra representación. No existen más cosas que las que nos representamos. Vivir no es estar con las cosas, sino soñarlas. Durante la vigilia vamos leyendo –soñando- la novela de nuestra vida ordenadamente, correlativamente, página tras página; cuando dormimos leemos la misma novela, saltándonos por un ignorado capricho sus páginas, avanzando, retrocediendo desordenadamente. Estamos hechos de la misma sustancia que los sueños, hace decir Shakespeare al indeciso Hamlet; y Calderón nos dice, por la boca de Segismundo: “Sueña el rico en su riqueza
Que más cuidados le ofrece;
Sueña el pobre que padece
Su miseria y su pobreza;
Sueña el que a medar empieza
Sueña el que afana y pretende
Sueña el que agravia y ofende
Y en el mundo, en conclusión,
Todos sueñan lo que son,
Aunque ninguno lo entiende.
¿Qué es la vida? Una ilusión
Una sombra, una ficción,
Y el mayor bien es pequeño
Que toda la vida es sueño
Y los sueños, sueños son”.
¿Qué diferencia existe -pensaba Pascal- entre el rey que sueña todas las noches ser mendigo, y el mendigo que sueña todas las noches ser el rey?. Perdóname ocioso lector este pedante intermedio pseudofilosófico.
Al aproximarse la festividad del Corpus Christi pudo verse a Benito en su habitación escribiendo en una cuartilla un texto con cuidados rasgos caligráficos, a cuyo alrededor trazó una elegante orla con delicadas volutas y arabescos. Acabada la tarea incluyó la cuartilla en un sobre, que cerró; salió con él a la calle, franqueándolo en la más próxima expendeduría, y, en fin, lo introdujo en el buzón de la oficina de Correos. Dos días después, Doña Generosa le hizo entrega de una carta que se había recibido, y, sin mostrar mucha sorpresa, se encerró con la carta en su aposento; la abrió sin impaciencia ni nerviosismo, y leyó con plácido semblante su contenido. ¡Ahí era nada! Se trataba de un atento besalamano del Señor Alcalde-Presidente del Excelentísimo Ayuntamiento de la ciudad en el que se invitaba al Ilustrísimo Señor Don Benito Lechuga a presidir la procesión del Corpus, ocupando el lugar inmediato al del Señor Delegado de Hacienda, debiendo concurrir a la Casa Consistorial media hora antes de la señalada para el desfile que tendría lugar a las once de la mañana, para asistir a él en corporación.
Llegada la festividad del Corpus, Benito estaba levantado a las 10 de la mañana. Había prevenido la noche anterior a su patrona que no le molestara, pues quería descansar hasta la hora del almuerzo. Y aseado tolo lo pulcramente que le permitía el mezquino servicio de su habitación; cerciorado de que la puerta de ésta quedaba herméticamente cerrada, se vistió el chaqué, y contemplándose gozosamente en la luna del armario, dirigió pausadamente sus pasos hacia el Ayuntamiento para asistir, en la clausura de su habitáculo, al solemne acto procesional.
El disparo de un sonoro cohete avisó la salida de la procesión. Discurría ésta, perezosamente, por la calle Real, principal arteria urbana, cubierta toda de verde y fresca juncia; vistosamente engalanados los balcones con reposteros y colgaduras; atestadas sus aceras de una expectante y curiosa multitud.
Despejaba la carrera una sección de la Guardia Municipal montando cansinos caballos, y seguida de un bullicioso tropel de tarascas, moharrachos, gigantes y cabezudos, persistentes restos de añejas costumbres medievales que mezclaban con toda naturalidad lo sacro y lo profano en la celebración de sus fastos religiosos.
Un grupo de acólitos, portando uno de ellos la gran Cruz procesional, anunciaba el comienzo del desfile religioso propiamente dicho. Lo iniciaban con desesperante lentitud y morosas pausas los hermanos de las distintas Cofradías, Hermandades, Asociaciones y Pías Uniones, con sus banderas, estandartes, lábaros y gonfalones; blandiendo moqueantes velas y salmodiando cánticos eucarísticos. Seguía luego el clero de todas las parroquias de la ciudad y los miembros de las órdenes religiosas con casa abierta en ella. Sin solución de continuidad les sucedía una larga teoría de distinguidillas damas severamente vestidas de negro, tocadas con vistosas mantillas de blonda sostenidas por peinas de teja, entrelazados los dedos de las finas manos con ricos rosarios de nácar. Desfilaron a continuación -¡Oh, fin de una aristocracia!- los miembros de la Real Maestranza de Caballería vistiendo sus viejos uniformes recamados, ya poco adaptados a las medidas corporales de sus actuales portadores, dejando tras de ellos un penetrante olor a naftalina. Y luego, con cansino paso, los Muy Ilustres Señores del Cabildo Catedralicio portando sus vistosas mucetas verde oscuro sobre albos roquetes de encaje.
Un emocionado presentimiento alertó a la multitud de que se aproximaba el Único, en verdad, protagonista del religioso certamen. Le precedían acólitos turiferarios con una cándida cohorte de niños y niñas vestidos de primera comunión. Iba –“panderito de harina”- en la clausura de una riquísima custodia, joya de la orfebrería barroca y orgullo del tesoro catedralicio, soportada por un lujoso trono, laminado con vieja plata y escoltado por individuos de las fuerzas armadas con traje de gala y mosquetón invertido al hombro. A su paso, sobre bandejas de plata, llovieron sobre Él, desde los engalanados balcones, nubes de flores y pétalos de rosas. La multitud acogió con recogido silencio la presencia del Pan Eucarísitico.
Con semblante de arrobo místico, acompasando el paso con el pesado báculo, avanzaba ahora la prestante figura del Doctor Don Crisogóno Alegría Mendicuti, por la gracia de Dios y de la Santa Sede apostólica obispo de la diócesis. Se tocaba con alta mitra de largas ínfulas, moteada con pequeñas piedras preciosas, y vestía una vetusta, amplia y rica capa pluvial, ennoblecida por la pátina de los siglos, que había servido de ornamento a todos los sucesivos prelados diocesanos –según se decía con evidente exageración- desde tiempos de los Siete Varones Apostólicos. El Señor Obispo iba asistido, a respetuosa distancia, por ministros y diáconos revestidos de lujosas dalmáticas en juego con la capa episcopal.
Terminaba el brillante desfile con la presencia de Corporaciones y Autoridades. Tocó su turno ahora al Excelentísimo Ayuntamiento en pleno, precedido de espelucados maceros con ropaje de pasadas épocas, presidido por su Alcalde Don Expedito Lumbreras, con el sempiternamente abierto chaqué para mostrar a la pública admiración el morado fajín que ceñía su orondo abdomen.
En fin, encabezados por el Excelentísimo Señor Gobernador Civil de la provincia, llegaban después los señores componentes de las fuerzas vivas provinciales -orondos, ufanos, satisfechos-. Son el Presidente de la Audiencia Don Justo, el Fiscal-Jefe Don Severo, el Delegado de Hacienda Don Mateo Ahorrillo, el Rector de la Universidad Don Tomás de Aquino y el Coronel Don Marcial Rodríguez Capón, Gobernador Militar interino de la plaza, encorvado el cuerpo por el peso de las condecoraciones. Dialogando entre ellos para simular indiferencia a la curiosa admiración de las gentes.
La banda de música que acompasaba el desfile, inició los primeros acordes de la gran marcha procesional de “El Profeta” de Mayerbeer. De súbito, un cegador relámpago seguido de una ensordecedora explosión, entenebreció el hasta entonces alegre y luminoso ambiente. Saltaron como astillas los adoquines del pavimento. Un denso humo de pegajoso olor atosigaba a una empavorecida multitud que intentaba huir atropelladamente sin atinar a dónde. Sobre el suelo quedaron los destrozados cuerpos de las que ya no podían ser denominadas fuerzas vivas sin incurrir en una ironía macabra. Los terroristas habían conseguido plenamente su objetivo.
Subió Doña Generosa para anunciar a Benito que la comida estaba en su punto, y como no obtuviera respuesta, curioseó por la cerradura, lanzando a continuación un espantoso grito: ¡Ay, Jesús! Acudieron alarmados los restantes huéspedes; rompieron a empellones la desvencijada puerta; entraron en tropel en la alcoba, y quedaron horrorizados ante el espectáculo que se le ofrecía a la vista: sobre un gran charco de sangre, todavía fresca, yacía vestido de chaqué el cuerpo de Benito en posición decúbito supino –como se dijo luego en la diligencia de levantamiento del cadáver-. Tenía fracturado el cráneo, con salida de la masa encefálica, y una gran oquedad en el pecho que dejaba ver las maceradas vísceras del desgraciado formando un repelente magma. El resto de la habitación estaba intacto.
¡Pobre Benito, lo que se perdió al siguiente día! Ello fue la celebración en la Santa Iglesia Catedral de solemnes exequias por las víctimas del criminal atentado. Una conmovida multitud invadió el sagrado recinto. A la cabecera de la nave central estaban situados los familiares de las víctimas con las autoridades sobrevivientes. En el crucero, sobre sendos catafalcos engualdrapados de terciopelo negro con cenefas doradas, estaban los féretros donde iniciaban su sueño eterno el Excelentísimo Señor Gobernador Civil de la provincia, el Presidente de la Audiencia Don Justo, el Fiscal-Jefe Don Severo, el Delegado de Hacienda Don Mateo Ahorrillo, el Rector de la Universidad Don Tomás de Aquino y el Coronel Don Marcial Rodríguez Capón. La misa funeral “corpore insepulto” la concelebró, con otros hermanos en el episcopado, el Obispo de la Diócesis Don Crisógono Alegría Mendicuti, por fortuna ileso del criminal atentado. Durante la ceremonia la Escolanía interpretó el Réquiem de Cherubini, no sin ciertos desajustes debidos a los apremios del tiempo. El Señor Obispo pronunció una elocuente homilía parafraseando el texto del Génesis en el que Yavé pide cuentas a Caín de su hermano Abel; advirtió premonitoriamente que de no ponerse un dique a la creciente marea descristianizadota de la sociedad, sobrevendrían espantosas catástrofes apocalípticas, y concluyó su oración impetrando la misericordia divina para las víctimas del execrable hecho, y, para los verdugos, el mismo piadoso perdón que Cristo en la cruz pidió para los suyos. Descendiendo los oficiantes las gradas del presbiterio, entonaron un último responso ante los féretros, acompañados por las gangosidades del órgano catedralicio.
Entre tanto, los restos de Benito Lechuga yacía sobre la sucia mesa de mármol del depósito de cadáveres del cementerio. Allí los forenses hicieron la autopsia como mandan los cánones, esto es, con apertura de las tres cavidades craneana, torácica y abdominal. Los facultativos dictaminaron después que el interfecto –como así se llamaba ya a Benito en los folios sumariales- había fallecido por heridas de metralla mortales de necesidad. Y sin más trámites ni dilaciones, el cuerpo de Benito, como el de un Mozart cualquiera, fue arrojado a la fosa común del cementerio.
José Parra Jiménez, año 2003