GINÉS PARRA GIMÉNEZ. Mi etapa en Villacarrillo (memorias II)

LA CIUDAD

…A los seis meses de estar de juez en Gérgal, reservándome y como quien comete una deslealtad para aquel pueblecito que tan bien me acogió, pedí el traslado a ciudades de cierta importancia, sin tener en cuenta la situación geográfica, ilustrado solo con una colección de álbum, con fotografías de pueblos y ciudades de españolas. Solicité Castro Urdiales, Almagro, Priego de Córdoba, Estepona, Almodobar del Campo y Villacarrillo; …y juez de Villacarrillo fui nombrado, cesando en Gérgal el 21 de enero de 1924.

…Mi entrada en Villacarrillo tuvo lugar el 6 de febrero de 1924 tras un duro viaje en coche de línea Granada -Jaén, noche en Jaén, Baeza, Úbeda, Villacarrillo; por unas carreteras…, especialmente la de la Loma de Úbeda, que era forzoso vadear entre charcos y barrizales, para llegar al pueblo con los huesos molidos de tanto pedregal y tanto bache. Es que aún no había sido Ministro el conde de Guadalhorce, ni se había creado el Circuito Nacional de Firmes Especiales, que en tan alto grado mejoró la circulación por las carreteras españolas.

Entré en Villacarrillo lloviendo; lloviendo continuó un día, …y otro, hasta el día de San José en que por primera vez vimos al sol. El espectáculo, para un lavantino acostumbrado a los “sequerales” de Almería, era inédito y no dejaba de brindarme interés tanta humedad. Tantas lluvias y neblinas, hacían verdear el musgo entre los guijarros de sus calles (todas ellas empedradas), sobre las tejas de sus casas, e incluso entre los sillares de algunos edificios. La población parecía desierta; sus casas cerradas; en muchos edificios, puertas y ventanas cubiertas por tablones para protegerlas del deterioro; eran casas grandes, casas inhabitadas temporalmente por familias pudientes, absentistas terratenientes olivareros, que además tenían residencia en Madrid, Sevilla, Granada o en Málaga.

Llamó mi atención (que contribuía a darme la impresión de un pueblo desierto), el contraste con la región levantina, la baja Andalucía, Aragón…, donde las casas, por lo general, tienen siempre las puertas abiertas y sólo con media hoja cerrada en caso de luto familiar; estas puertas dan acceso al zaguán, que, con portón o cancela, al fondo, se instala un timbre, campana o llamador. En Villacarrillo no, salvo algunas (Corencia, Ramírez, García de Zúñiga…), en Villacarrillo, el visitante, ha de esperar a la intemperie con viento o lluvia, calor o frio, a que se le abra la puerta tras los aldabonazos de un recio picaporte de bronce o hierro. Este raro sistema de acceso a los domicilios, me dio inicialmente un falso concepto de la sociabilidad y de la hostilidad de las gentes de Villacarrillo, criterio que pronto hube de rectificar al conocer , en la convivencia con sus vecinos, todas las sobresalientes cualidades, sociales y humanas que les caracterizan; porque lo cierto es que en Villacarrillo encontré colaboradores insuperables para mi gestión oficial y entrañables amigos, cuya amistad ha perdurado intacta a través de los tiempos y pese a los graves acaeceres de nuestra historia reciente.

La vida social de Villacarrillo estaba por aquellos tiempos montada en régimen de clases y subclases, desde una aristocracia de la sangre orgullosa de sus apellidos (Benavides, García de Zúñiga, Pellón, Poblaciones, Regil, Rubiales, San Martín…) hasta un proletariado, jornaleros del campo, con largos periodos permanecía en paro forzoso. Un alivio a esta situación laboral, supuso la construcción del ferrocarril Baeza-Utiel, proyecto inconcluso de la dictadura, que absorbía mano de obra sobrante del campo, indígena o forastero.

El abismo socio-económico, entre la clase acomodada y la proletaria, era de profundidades inquietantes; ricos muy ricos y pobres muy pobres; terratenientes con treinta mil olivos en producción, más bosques madereros, más ganado, más extensas parcelas de tierra cerealistas, más suntuosas mansiones y obreros del campo de escaso jornal cuando lo había, sometidos a meses de paro forzoso cuando el campo resultaba inaccesible por las lluvias.

Las principales casas de señores, estaban atendidas por nutrida plantilla de servidores, en las que no faltaban cocineras, mozo de comedor, chofer, cuerpo de casa y dos o tres doncellas, más “mademoiselle” si había niños. En ninguna faltaba el llamado “aperador”, persona encargada de servicios administrativos y de contratar al día los jornaleros para las faenas agrícolas. También figuraba entre los servidores el “morillero”, muchacho encargado de los recados y de las compras domesticas en la plaza de abastos y en los comercios, pieza indispensable por entonces (esto supongo que no ocurre hoy) ya que estaba mal visto que las mujeres fuesen al mercado. Tan nutrida plantilla de servidores, incrementándose el censo de comensales con la llegada de los llamados serranos (obreros de Molina de Aragón), que como las golondrinas, acudían todos los años a Villacarrillo para trabajar en los molinos de aceite, imponía un régimen de rancho de comida para tanta gente, distinto en el horario, en la cantidad y calidad, del que tenían los señores.

En esa comida, digamos proletaria, figuraba siempre un plato típico que llamaban “ajo”, mezcla de harina, aceite, ajos y pimentón, en espeso puré que los comensales extraen de la cazuela común, mojando en él tacos de pan trinchados en la punta de la navaja. Otro plato típicamente proletario es el llamado “calandrajos”, también a base de pasta de harina; no faltaba nunca la “olla”, típico cocido con patatas, legumbres, abundante tocino, morcillas y carne de cerdo de las matanzas con que se iniciaba el invierno en las casas pudientes. En estas matanzas, se confeccionaba la morcilla negra. de sangre, a la  que llamaban “morcilla de los criados”, marcando así una diferencia de clases que no correspondía a la realidad, ya que esa morcilla era muy apetecible y la comían también los señores…, por lo menos una vez al año; a quien quizá piense que, cuanto acabo de escribir, no responde a la realidad; a la realidad actual, no lo sé; a la del año 1924, sí, exactamente.

Villacarrillo entonces carecía de alcantarillado y el agua corriente; en las casas había pozos negros para ciertos usos indispensables y pozos de agua salitrosa no acta para beber, pero relativamente utilizable para usos externos. Frente al Ayuntamiento había una fuete  con cuatro caños de agua potable, de la que se facilitaban cántaros de agua a las casas. Estas carencias repercutían en la comodidad e higiene en la mayor parte de los domicilios en los que el baño era ignorado.

Salvo las corridas de toros, que se celebraban los días de feria en la plaza principal del pueblo, tapadas sus bocacalles con carros y carretas con los encierros al estilo de Pamplona, se carecía de espectáculos públicos, y no merecía este nombre el par de proyecciones semanales de cine mudo que daba Feliciano, sacristán y campanero de la iglesia, en un barracón gélido e inhóspito, en la Plazuela de la Tercia, en el que toda incomodidad tenía su asiento. La vida de relación se centraba en visitas, reuniones privadas y pequeños “guateques” en domicilios particulares, a los que yo, soltero y de animado carácter, era asiduo concurrente. En las horas de sol de invierno o e los atardeceres de verano, paseos por la carretera de Mogón, desde la que se contempla un bellísimo panorama de campo y sierra, el que va siempre en mi añoranza desde la jungla de asfalto de la gran ciudad. En otoño monterías, en invierno ojeo de perdices, a los que yo solía asistir como cazador sin escopeta. En pleno verano, baños en el rio Guadalcebas, amenas conversaciones y alguna partida de ajedrez o de julepe.

Fiel a mi designio de anécdota y pequeña historia, no quiero omitir una curiosa modalidad de las ceremonias fúnebres en el Villacarrillo de entonces. Es algo que supongo ya periciclado, con pasar a la historia los desfiles fúnebres por las calles de la ciudad, desfiles desahuciados por la tiranía de del automóvil. En nuestros tiempos todo se ha simplificado: hasta el lugar y la manera de morirse, que ahora no es como quería el gitanillo del “Romance Sonámbulo” de Federico García Lorca, “compadre yo quiero morir decentemente en mi cama”; no, ahora se muere en una clínica, te llevan al depósito de cadáveres, te cargan en una furgoneta, y al hoyo. ¡que bien!.

En el Villacarrillo de entonces, la cosa era más complicada; las ceremonias fúnebres eran complejas y a ritmo de rigodón. Las campanas de la iglesia, a su conjuro; todas las amistades deben visitar la casa mortuoria y rezar en la capilla ardiente. Llegada la hora del entierro, acude el pueblo en masa. Se inicia el desfile encabezado por el clero; a continuación, el féretro y tras ella la multitud, y por último la presidencia familiar u oficial (solo masculina). Cuando la cabeza de la comitiva llega a la puerta de la iglesia, la masa humana para y se abre en dos filas con profundo silencio, entre la que pasa la presidencia, que penetra en el templo, mientras el féretro queda depositado en una mesa en el atrio. Celebradas determinadas preces, más o menos solemnes y dilatadas, según categoría, vuelve a ponerse en marcha la comitiva con idéntica formación y presidencia. Llegada la cabeza al extremo del pueblo, de nuevo la apertura en doble fila del acompañamiento, en las que desfila, primero el clero de regreso a la parroquia; después en dirección contraria pasa la presidencia hasta colocarse junto al féretro. Y ahora lo grande: El que preside ha de pronunciar un discurso cronológico, ponderando las virtudes del difunto; misión para la que ya contaba el pueblo con algunos especialistas que actuaban “de oficio”. Esta costumbre, constituía, para el forastero inexperto que llegaba a la ciudad, como yo, desconociéndola, un grave compromiso. Tal me ocurrió a mí, recién llegado, en que, por mi jerarquía, hube de presidir el entierro de cierto curial, del que bien pocas cosas gratas podían predicarse.

Tras el discurso, el desfile individual de todos los asistentes ante la presidencia, inclinando la cabeza en señal de duelo, y luego cada cual a su casa, menos el difunto qu estrenaba casa nueva, a veces en suntuoso panteón, y otras veces con pobre hoyo en el suelo, hasta en la muerte hay clases, lo que no es privativo de >Villacarrillo, sino que ocurre en todas partes, incluso en Rusia en donde ningún mortal cuenta con una mansión funeraria como la de Lenin.

Sl2.

Mi agradecimiento a mis primos Manuela y José María Parra llonch y Mª de los Ángeles Pérez Dobón (viuda de Juan Bautista), por facilitar las memorias de su padre.

Victorio Parra Arcas, sobrino y ahijado del autor.